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Sobre FLORA (1995) de Jessica Hausner

*Alerta de spoilers*


El estridente sonido de un monitor cardíaco resuena sin sosiego mientras en el fondo de la pantalla un pusilánime cuerpo exhala el último suspiro de vida, contorsionándose en los frenéticos espasmos de dolor, que acompañan la majestuosa “gesta” de la Muerte súbita y violenta. Mas, en lugar de sublimarse según los predilectos cánones barrocos, el proceso de transmigración se efectúa en la desgarradora quietud de una sala de hospital y en el frívolo anonimato de una camilla inmaculada. Pues, la cínica lente decide otorgar el foco de atención principal a la mujer, sentada delante del difunto, que atiende el término de esa tortura, sobrecogida en un flujo hermético de pensamientos. Después de todo, su rostro surcado e indolente es la insignia de la apatía absoluta que envuelve la atmósfera de “Flora”. ¿Acaso, como dijo Baudelaire, el vicio “más feo, más malo, más inmundo” no es el Tedio? Pues, “Si bien no produce grandes gestos , ni grandes gritos, habría complacido de la tierra un despojo”. ("Al lector”, Las Flores del Mal( 1857), Charles Baudelaire).


Flora, la melancólica rosa que adorna este relato se demuestra como un personaje silenciosamente lacerado por las clásicas tensiones románticas. Si bien la heroína epónima es poseída por la ansiedad juvenil, que se manifiesta en ella mediante una insondable sed vitalicia, la cual la impele a abandonarse a sus pulsiones genuinas y ensoñaciones lúcidas, esta tendencia es finalmente contrabalanceada por la grávida resignación, que caracteriza la decepcionante adultez en la que gobierna el imperioso racionalismo apolíneo. Así, en numerosas escenas, Hausner torna su atención a la estoica mirada de Flora, donde este preciso conflicto interior se vuelve palpable mediante el recurso a llamativas tonalidades paradójicamente pálidas, que se confunden, amplificando el martirio de un alma perennemente insatisfecha por el flujo adverso de la existencia. Pues, la disonancia que separa la realidad insulsa de la amena fantasía es completamente abismal: a la par de su contraparte literaria, Emma Bovary, Flora se evade consciente e inconscientemente en los terrenos fértiles que la ilusión cándidamente le ofrece, pero para colmar en su caso una profunda problemática existencial: la insustancialidad de una existencia llana, artificialmente aglutinada con papel maché. A fin de cuentas, será este vacío el motor de sus acciones contradictorias y fracasos continuos: si Flora escapa de una vida familiar acomodada mas emocionalmente distante, lo hace finalmente para refugiarse en una relación estable pero desprovista de pasión. E irónicamente, es la misma insatisfacción perpetua que la lleva simultáneamente a los brazos de un hombre, a quien desea fervientemente, mas que no la ama.



Jessica Hausner se afirma así como una directora despiadada, que se limita a romantizar el gradual descenso de una mujer a su propio infierno, y aunque concede a su protagonista un breve idilio en ese encuentro seco y puramente carnal, que se desarrolla bajo el auspicio de la noche lúgubre en los asientos traseros de un roller coaster abandonado, ella hace caer violentamente a Flora desde las alturas edénicas, a las que el romántico entusiasmo había extraordinariamente elevado, mediante la cínica declaración de desamor que su amante le profiere brutalmente. Al fin y al cabo, el Ideal es bello en cuanto perdura como Ideal, dado que cuando la realidad asalta violentamente las comodidades monumentales que el ánima humana plácidamente se ha creado para persistir en el espiral caótico que es la vida, los fundamentos caen y cada uno es confrontado al reflejo del propio agujero negro que le carcome las entrañas. Ante esa trágica toma de consciencia, Flora se esfuma del espectáculo tragicómico, al cual la intolerable solitud había fatalmente confinado, para renacer en medio a las nubes borrascosas que filtran la inefable luz del Empíreo.

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